Veo por segunda vez la última película de Woody Allen -Midnight in Paris- y piso después la calle con la misma sensación que la primera.
Me ha recordado a otras suyas y me ha gustado más que otras suyas...
Me gustaría ponerla en clase...
Y debería escribir un artículo sobre sus posibilidades didácticas dentro de la programación de Filosofía en 1º de bachillerato...
Coincido con algunas críticas leídas entre uno y otro visionado. Incluso con aquellas que le echan en cara que apenas esboce determinadas situaciones y personajes.
Pero no me parece del todo mal que la sensación de trama inacabada no se reduzca al final de la película y que se nos invite, incluso obligue, a pensar en esos flecos que quedan colgando aquí o allá... Me encanta poder participar... Sumar mi inventiva e imaginación a la propuesta dada...
Al margen de todo eso, la sensación que me embargaba al salir del cine hace unos días y que se repite ahora; la que entonces intuía y la que ahora creo que acierto a verbalizar; es la de estar habitado por la película y, a la vez, la de seguir habitando en ella cuando paseaba, ahora que escribo y supongo que durante algún tiempo.
Y no es que sea un film maravilloso, hipnotizante, embriagador,... pero en mí, al menos, ha sido capaz de animar esa sensación...
Una sensación -habitar / ser habitado- que incluye la fantasía de invertir el personaje de “La Rosa Púrpura del Cairo”, aquel Tom Baxter que abandonaba la pantalla para incorporarse al mundo real...
(¿Real?)
A fin de cuentas ese es también mi París... Yo puedo coger el doble disco de oro de Sidney Bechet, ponerlo sobre el plato y escuchar Si tu vois ma mère rudamente acariciada por una vieja aguja; mientras pienso, recuerdo y añoro -con esa forma de nostalgia que tiene cara de futuro- esas calles, esas esquinas, esa lluvia,...
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