El 20 de febrero de 1989 dio comienzo una peculiar campaña de
desobediencia civil impulsada por el movimiento antimilitarista en el
Estado Español; que propugnaba la desaparición del Servicio Militar
Obligatorio. Veinte y cinco años después del comienzo de la insumisión,
las personas que protagonizaron esa lucha y cuantas deseen acercarse a
conocer esa dinámica, tienen una cita en la cafetería Ítaca de Murcia
para celebrarlo, con una exposición, fiesta y alguna sorpresa,
recordando un movimiento que pondría fin a la ‘mili’ doce años más
tarde.
Casi veinte mil jóvenes en todo el territorio estatal se
negaron a incorporarse a filas o a la prestación sustitutoria. De ellos
un cuarta parte fueron juzgados y más de mil quinientos sufrieron pena
de prisión. En el caso de la Región de Murcia más de 100 jóvenes se
declararon insumisos y 11 de ellos fueron encarcelados.
Pese al
éxito de la Insumisión, la desaparición del Servicio Militar
Obligatorio, lejos de verse como un punto y final, fue un paso más hacia
la desmilitarización de la sociedad. Una reivindicación que sigue hoy
vigente a través de la Objeción Fiscal y la crítica a los gastos de
Defensa.
A pesar de la situación económica en que nos encontramos de
graves recortes en los gastos sociales, el Ministerio de Defensa
gastará 6.776 millones de euros en 2014. Esta cantidad supone casi el
4% del gasto total del Estado que supone un gasto por persona de 353
euros.
Aunque es un gran despilfarro económico, el gobierno
presenta el presupuesto de Defensa como un presupuesto austero porque se
reduce unas décimas respecto a años anteriores. Sin embargo nos engañan
de nuevo ya que la mayoría del gasto militar no está dentro del
presupuesto del Ministerio de Defensa sino en los Ministerios de
Industria, Exteriores, Interior… Así, si se contabilizara en el gasto
militar las clases pasivas militares, la Guardia Civil (cuerpo militar)
la investigación militar y los intereses de la deuda pública debidos al
gasto militar, el total sumaría 15.022 millones de euros.
Pero
además, cada año hay variaciones entre lo que se presupuesta y lo que se
gasta. Curiosamente el gasto militar es el que más se incrementa cada
año respecto a lo presupuestado, una media de 1.500 millones de euros
cada año.
Así que finalmente, uno de cada diez euros de nuestros
impuestos, el diez por ciento de lo que gasta el estado es para los
militares. Un gasto improductivo que no nos ayudará a salir de esto que
llaman crisis.
Como cada año, hacemos un llamamiento a la
desobediencia, a no pagar la parte de los impuestos que se destinará al
gasto militar. La objeción de conciencia al gasto militar (objeción
fiscal) consiste en destinar la parte de nuestro impuesto de la renta
(IRPF) que se llevarían los militares a un proyecto social.
En ese
sentido, la Insumisión sigue siendo algo vivo, que muestra a la sociedad
que es posible poner en práctica la desobediencia civil y luchar de
manera eficaz desde la noviolencia. Demostró que la organización y las
estrategias colectivas pueden poner en jaque a instituciones tan grandes
y poderosas como el ejército. Y es un referente para los movimientos
sociales que hoy trabajan por una sociedad más libre, justa e
igualitaria.
viernes, 28 de febrero de 2014
miércoles, 19 de febrero de 2014
Educación, diversidad, desobediencia (1)
Este artículo tiene su origen en una comunicación presentada al II Congreso Internacional de Atención a la Diversidad (Murcia, febrero de 2000).
Fue publicado en el número 34/35 de la revista "Diálogos".
“Yo no puedo decir a mis muchachos que el
único modo de amar la ley es obedecerla. Lo que puedo decirles es que deberán
tener las leyes de los hombres en tal consideración que deberán observarlas
cuando sean justas (es decir, cuando sean la fuerza del débil). Cuando por el
contrario vean que no son justas (es decir, cuando sancionen el abuso del
fuerte) deberán luchar para cambiarlas (...) Hay que tener el valor de decir a
los jóvenes que todos somos soberanos, con lo cual la obediencia ya no es una
virtud, sino la más engañosa de las tentaciones; que no crean poder escudarse
con ella ni ante los hombres ni ante dios; que es preciso que cada uno se
sienta el único responsable de todo”.
La cita une dos fragmentos de la ‘Carta
a los jueces’ de Lorenzo Milani. Para romper el hielo e introducir el tema, que
es su función, podían haberse escogido citas similares de autores más conocidos
y usados en el ámbito de los estudios sobre Objeción de Conciencia,
Desobediencia Civil, Obligación Política,...
Por ejemplo, aquella de J.M. Muller que afirma
que “la desobediencia civil se basa en el
reconocimiento del hecho, mucho tiempo ignorado, de que la obediencia a la ley
implica la responsabilidad del ciudadano, y que, en consecuencia, el que se
somete a una ley injusta, carga con una parte de la responsabilidad de esta
injusticia”.
Aún más clásicas son las palabras de H.D.
Thoreau: “lo deseable no es cultivar el
respeto por la ley, sino por la justicia; la única obligación que tengo derecho
a asumir es la de hacer en cada momento lo que crea justo”.
Y si se desean más recientes, cabe recurrir a
las de D. Lyons recordando desde la Filosofía del Derecho que “un sistema jurídico no merece
automáticamente el respeto que podríamos otorgarle con nuestra obediencia; el
derecho debe ganarse ese respeto”.
Milani es, en nuestra bibliografía
sobre estos temas, un punto de referencia menor, no lo suficientemente
valorado. Aparece, sin embargo, como todo un clásico, numerosas veces empleado,
de la Educación para la Paz. Al menos de las corrientes que otorgan un carácter
preferencial a una de sus dimensiones, la educación para el conflicto, y
consideran a este algo consustancial a la vida y, por tanto, a la propia
educación.
Conflicto que, más allá (o incluso frente) a
las nociones que lo consideran algo intrínsecamente malo y desagradable, aliado
de la violencia y contrario a la paz (ya sea esta la paz social, la paz
política,... la paz escolar); es entendido como un proceso natural, inevitable,
sin el cual es casi imposible explicar procesos como los de cambios sociales o
los de creación y desarrollo de relaciones interpersonales.
Conflicto, pues, que no se entiende como algo
siempre negativo y frente al cual no cabe ni la tentación ni la tentativa de
eliminarlo, sino las de regularlo, encauzarlo o resolverlo. Lo que está en
cuestión, desde esta perspectiva, es el conjunto de medios y estrategias para
la resolución pacífica y constructiva del mismo. O dicho de otra manera, lo que
determina que el conflicto sea un factor positivo o negativo en las relaciones
personales y grupales, en el desenvolvimiento de las comunidades, es la manera
de regularlo.
De
ahí que esa Educación para la Paz que se mentaba (y vale para la educación para
la tolerancia, la coeducación, la atención a la diversidad,... tan necesitadas
a veces de interdisciplinariedad) sea una educación para no estar en paz, una
educación empeñada en hacer aflorar los conflictos e incluso en generarlos. Una
educación que entiende que la violencia es en sí negación del conflicto,
silenciamiento, ocultación,... Una educación que entiende que buscar otras
formas de vivir el conflicto es ensayar soluciones a las expresiones de
violencia.
Violencia (como antes conflicto) entendida no
en su versión más restringida, directa, sinónima casi excluyente de la
agresividad, del maltrato físico (que también); sino en sentido amplio, con
expresiones indirectas y estructurales. De la misma manera que la paz no se
entiende sin más como ausencia de guerra, como situación opuesta a las formas
bélicas de enfrentarse a conflictos.
El concepto de paz, desde la perspectiva que se maneja, afecta a
todas las dimensiones de la vida, hace referencia a una estructura social
caracterizada por elevados grados de justicia y expresiones mínimas de
violencia (Galtung); y exige tanto igualdad y reciprocidad en las relaciones,
como espacios para la participación y la toma de decisiones. La paz, en
definitiva, es tensión. No puede hablarse de paz, en este sentido, si las
relaciones entre personas o grupos se caracterizan por el dominio, la falta de
respeto, la desigualdad, la ausencia de reciprocidad,... Aunque los conflictos
vinculados a estas situaciones permanezcan soterrados, apenas perceptibles.
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Educación, diversidad, desobediencia (2)
Educar para la desobediencia...
Se sobreentiende, por lo dicho
hasta ahora, que la educación para el conflicto, la educación para no estar en
paz, enlace directamente con la crítica al conformismo, a la indiferencia, en
cuanto que renuncia al conflicto. De ahí que no pueda dejar de “poner en cuestión la trama del conformismo,
complicidad, obediencia, pasividad que asocian los individuos y los grupos a
los aspectos más deletéreos y violentos de la sociedad en la que vivimos
(ejército, cárceles, consumismo, monopolio informativo, destrucción del
medio,...), aprendiendo una confrontación crítica a través de la cual se
valoriza la capacidad creativa de soñar y realizar alternativas humanizantes” (Novara
1989, p. 38). Y de ahí, también, que
la participación, la autonomía, el disenso, la crítica, la rebeldía, la
desobediencia; sean contenidos básicos de esta manera de adentrarse en el
enseñar[1].
Para referirse a todo ello se ha
hecho un hueco, y al menos en determinados contextos se emplea con cierta
asiduidad, el uso de la acepción
‘Educación para la desobediencia’.
A efectos de este teclear, interesa poco si
esta ‘nueva educación sectorial’ (con perdón) es una expresión o manifestación
de la Educación para la Paz o de la Educación para el Conflicto, si es un componente común a estos dos y a los
demás cajones de sastre que por estos lares vienen en llamarse transversales,
si es una variante autónoma que sumar a ellas,...
Lo que interesa de ella es que plantea la
necesidad de incluir en la práctica educativa modelos, herramientas,
argumentos, conocimientos,... que inciten a decir no a determinadas situaciones
personales y sociales. Decir no, sin ir más lejos, a la desigualdad, a la
discriminación por causa del distinto color de piel, de pelo, de ojos,... por
el tamaño de la nariz o de los labios; por tener dificultad para un
desenvolvimiento motriz autónomo, por no poder subir unas escaleras, por hablar
otra lengua o no poder hablar ninguna; por padecer una enfermedad; por besar,
acariciar, querer, amar de otras formas;... Decir no, en fin, a cuanto hace que
el viejo lema de ‘igualdad para vivir, diversidad para convivir’ siga siendo
–aún- una reivindicación pendiente.
Este
educar para decir no, para la rebeldía, supone como es obvio la crítica abierta
y frontal a la educación autoritaria fundada en la obediencia del alumno. Pero
también, y con igual contundencia, la crítica a una educación que, formalmente
no tan autoritaria, tampoco conlleva –por omisión voluntaria o involuntaria,
esa es otra- el desarrollo de la autonomía crítica, ni facilita la
participación, relegando estos y otros aspectos, en el mejor de los casos, a
los textos normativos (sean estos leyes o estatutos).
No son pocos los autores y autoras –se puede
aquí citar a Freinet, a Montessori, a Capitini, a Dolci, a Fromm, a Sémelin, a
Milgram,...- que, desde diversas perspectivas y disciplinas, plantean que una
educación sustentada (entre otras) sobre la pata de la obediencia a la
autoridad (paterna, maestra, religiosa, militar, estatal,...) es una de las vías
por las que se llega a los estados de pasividad y conformismo. Por tanto al
inmovilismo. Y por tanto al mantenimiento de las situaciones de injusticia que
puedan darse. Por que en última instancia lo que hace posibles la injusticia no
son tanto las normas injustas, las relaciones injustas, como la obediencia a
esas normas o el beneplácito a esas relaciones.
La escuela como maquinaria es una viñeta
recurrente en la obra gráfica de Tonucci. Una maquinaria –no es la única y esta
por ver que sea ya la más importante- de conformación de mentalidades sumisas,
de conciencias uniformes y autoplacenteras,...
La obediencia, recogiendo de nuevo
las palabras de Milani, ya no es una virtud, a menos que sea fruto de la razón,
la autonomía, el acuerdo,... en cuyo caso se difuminan los perfiles más
negativos del propio concepto de obediencia. Esos perfiles que la enlazan no
tanto con una pobre concepción del respeto, sino con la preparación de las
personas para ser sumisas ante la fatalidad de las cosas. La obediencia ciega,
que no admite razón y justicia, es la negación misma de la enseñanza moral
(Freinet). Más claro: formar personas es todo lo contrario que formar
autómatas, que formar esclavos.
La desobediencia entonces es, entre otras
cosas, un acto de afirmación como persona, un acto de vindicación de la
identidad y de la autodeterminación personal. Es, además, una condición de
libertad. Esta y la desobediencia –justa y proporcionada, puede añadirse- son
inseparables. Poder desobedecer es, pues, oponerse a la alienación y a la
programación; es recuperarse, afirmarse, poseerse,... en definitiva, ser libre. O al menos un poco
más libre.
[1] Una manera en la que, por qué no, tiene
cabida incluso la insolencia. Insolencia que ha de entenderse no tanto como
sinónimo de falta de respeto, sino como desafío a las costumbres, a lo normal,
a lo establecido,... como un salirse de las normas que “las gentes virtuosas apenas soportan, ya que en ella (en la
insolencia) ven como una sospecha de lo
que son, una fisura en lo que quieren aparentar”. (Meyer 1996, p. 7)
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Educación, diversidad, desobediencia (3)
... y educar sobre la desobediencia
Pero
que la obediencia ya no sea una virtud en la que poder escudarse para no tener
que dar cuenta de las acciones o las omisiones, no significa que toda
desobediencia sea virtuosa; que toda desobediencia sea ética, política o
jurídicamente justificable (e incluso protegible).
Por ello no basta con afirmar que la
desobediencia puede ser un instrumento legítimo de participación ciudadana y un
espejo en el que se refleja la insuficiencia de los cauces instituidos para
dicha participación. No basta con afirmar que las normas, los problemas,
necesitan una ayuda que se puede prestar desde la disidencia. No basta con
afirmar que es un elemento que permite el desarrollo de una cultura colectiva
de la implicación y una profundización democrática de la sociedad[1].
La enseñanza para la desobediencia también debe
ser una enseñanza sobre la desobediencia. De cara a que las personas sean
capaces encontrar fórmulas adecuadas para, llegado el caso, rechazar los
papeles asignados. De cara a que la cultura general ofrezca herramientas y
modelos apropiados de y para la desobediencia.
Una enseñanza, por tanto, que permita conocer
la amplia gama de ilegalismos (desobediencia revolucionaria, derecho de
resistencia, disidencias varias, coerción violenta o no violenta, objeción de
conciencia, desobediencia civil,...) que pueden caer bajo el paraguas de un
concepto como el de desobediencia política[2].
Y una enseñanza, retomando el hilo, que permita
manejar criterios para adecuar una actitud desobediente a cada conflicto y cada
contexto concreto. Criterios que permitan discernir los límites que, en cada caso, determinan la siempre
difícil frontera entre lo justificable y los injustificable. Criterios, en fin,
que permitan a las personas desobedientes, en cuanto que actores y actrices de
un acto que debe sostenerse públicamente, afirmando la responsabilidad sobre el
mismo; realizar una adecuada ponderación entre los derechos ejercidos, el daño
que se pudiera causar, los bienes jurídicos lesionados, la irreversibilidad o
reversibilidad de la norma o situación impugnada, las razones esgrimidas, la
proporcionalidad del acto, los medios empleados,...
[1] Una sociedad en la que “el elemento representativo del sistema ha
socavado insidiosamente el elemento de participación, por cuanto votar ahora y
más adelante parece haberse convertido en el único objetivo y finalidad de
nuestra democracia” (Porrit 1984, p. 166).
[2] Un concepto que se trae aquí por usual, en la
medida en que es la cara de una moneda que en el anverso tiene el aún más usual
concepto de obediencia política. Pero un concepto que no deja de ser
problemático, por cuanto no esta nada
claro que sea adecuado dar por equivalentes o sinónimas nociones en juego como
‘deber moral’, ‘obligación de obediencia al derecho’ u ‘obligación política’.
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Educación, diversidad, desobediencia (4)
Un
ejemplo: la desobediencia civil
La
tarea no es fácil. Una definición tipo de una de las posibles manifestaciones
de la desobediencia, la desobediencia civil, permite dar cuenta de esa
dificultad.
En un compendio de las definiciones más
conocidas, cabe referirse a este peculiar ilegalismo como “una forma de intervención legítima en los estado democráticos, que
toma cuerpo en forma de acto voluntario, intencional, premeditado, consciente,
público, colectivo, no violento,... que tiene como pretensión y/o resultado la
violación de una ley, disposición gubernativa u orden de la autoridad, cuya
validez jurídica puede ser firme o dudosa, pero que en cualquier caso es
considerada inmoral, injusta o ilegítima por quienes practican semejante desobediencia
transgresora. Una desobediencia que busca un beneficio para la colectividad, no
un beneficio exclusivo para quien la practica, y que es tanto una apelación a
la capacidad de razonar y al sentido de justicia de esa colectividad, como un
acto que busca ocasionar un cambio en la legislación o en las políticas
aplicadas”.
Obviamente no es una definición completa y,
mucho menos, definitiva. Quedan fuera de esta definición no pocos aspectos de
este fenómeno, y tanto sobre los que han sido reseñados como sobre los que han
quedado en el tintero cabe discusión, y mucha.
Así, rompiendo algunas consideraciones clásicas
en esta materia, hay bastantes pensadores que consideran que el incumplimiento
público (se entiende que justificable) de una ley, disposición gubernamental u
orden de la autoridad por motivos políticos o morales, no tiene por qué ser
ilegal, fiel a los fundamentos constitucionales, dar la bienvenida al castigo o
expresarse de forma no violenta.
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