viernes, 28 de febrero de 2014

25 años de insumisión.

El 20 de febrero de 1989 dio comienzo una peculiar campaña de desobediencia civil impulsada por el movimiento antimilitarista en el Estado Español; que propugnaba la desaparición del Servicio Militar Obligatorio. Veinte y cinco años después del comienzo de la insumisión, las personas que protagonizaron esa lucha y cuantas deseen acercarse a conocer esa dinámica, tienen una cita en la cafetería Ítaca de Murcia para celebrarlo, con una exposición, fiesta y alguna sorpresa, recordando un movimiento que pondría fin a la ‘mili’ doce años más tarde.

Casi veinte mil jóvenes en todo el territorio estatal se negaron a incorporarse a filas o a la prestación sustitutoria. De ellos un cuarta parte fueron juzgados y más de mil quinientos sufrieron pena de prisión. En el caso de la Región de Murcia más de 100 jóvenes se declararon insumisos y 11 de ellos fueron encarcelados.
Pese al éxito de la Insumisión, la desaparición del Servicio Militar Obligatorio, lejos de verse como un punto y final, fue un paso más hacia la desmilitarización de la sociedad. Una reivindicación que sigue hoy vigente a través de la Objeción Fiscal y la crítica a los gastos de Defensa.


A pesar de la situación económica en que nos encontramos de graves recortes en los gastos sociales, el Ministerio de Defensa gastará 6.776 millones de euros en 2014. Esta cantidad supone casi el 4% del gasto total del Estado que supone un gasto por persona de 353 euros.
Aunque es un gran despilfarro económico, el gobierno presenta el presupuesto de Defensa como un presupuesto austero porque se reduce unas décimas respecto a años anteriores. Sin embargo nos engañan de nuevo ya que la mayoría del gasto militar no está dentro del presupuesto del Ministerio de Defensa sino en los Ministerios de Industria, Exteriores, Interior… Así, si se contabilizara en el gasto militar las clases pasivas militares, la Guardia Civil (cuerpo militar) la investigación militar y los intereses de la deuda pública debidos al gasto militar, el total sumaría 15.022 millones de euros.
Pero además, cada año hay variaciones entre lo que se presupuesta y lo que se gasta. Curiosamente el gasto militar es el que más se incrementa cada año respecto a lo presupuestado, una media de 1.500 millones de euros cada año.
Así que finalmente, uno de cada diez euros de nuestros impuestos, el diez por ciento de lo que gasta el estado es para los militares. Un gasto improductivo que no nos ayudará a salir de esto que llaman crisis.


Como cada año, hacemos un llamamiento a la desobediencia, a no pagar la parte de los impuestos que se destinará al gasto militar. La objeción de conciencia al gasto militar (objeción fiscal) consiste en destinar la parte de nuestro impuesto de la renta (IRPF) que se llevarían los militares a un proyecto social.


En ese sentido, la Insumisión sigue siendo algo vivo, que muestra a la sociedad que es posible poner en práctica la desobediencia civil y luchar de manera eficaz desde la noviolencia. Demostró que la organización y las estrategias colectivas pueden poner en jaque a instituciones tan grandes y poderosas como el ejército. Y es un referente para los movimientos sociales que hoy trabajan por una sociedad más libre, justa e igualitaria.

miércoles, 19 de febrero de 2014

Educación, diversidad, desobediencia (1)



Este artículo tiene su origen en una comunicación presentada al II Congreso Internacional de Atención a la Diversidad (Murcia, febrero de 2000).
Fue publicado en el número 34/35 de la revista "Diálogos".


                        “Yo no puedo decir a mis muchachos que el único modo de amar la ley es obedecerla. Lo que puedo decirles es que deberán tener las leyes de los hombres en tal consideración que deberán observarlas cuando sean justas (es decir, cuando sean la fuerza del débil). Cuando por el contrario vean que no son justas (es decir, cuando sancionen el abuso del fuerte) deberán luchar para cambiarlas (...) Hay que tener el valor de decir a los jóvenes que todos somos soberanos, con lo cual la obediencia ya no es una virtud, sino la más engañosa de las tentaciones; que no crean poder escudarse con ella ni ante los hombres ni ante dios; que es preciso que cada uno se sienta el único responsable de todo”.
La cita une dos fragmentos de la ‘Carta a los jueces’ de Lorenzo Milani. Para romper el hielo e introducir el tema, que es su función, podían haberse escogido citas similares de autores más conocidos y usados en el ámbito de los estudios sobre Objeción de Conciencia, Desobediencia Civil, Obligación Política,...
Por ejemplo, aquella de J.M. Muller que afirma que “la desobediencia civil se basa en el reconocimiento del hecho, mucho tiempo ignorado, de que la obediencia a la ley implica la responsabilidad del ciudadano, y que, en consecuencia, el que se somete a una ley injusta, carga con una parte de la responsabilidad de esta injusticia”.
Aún más clásicas son las palabras de H.D. Thoreau: “lo deseable no es cultivar el respeto por la ley, sino por la justicia; la única obligación que tengo derecho a asumir es la de hacer en cada momento lo que crea justo”.
Y si se desean más recientes, cabe recurrir a las de D. Lyons recordando desde la Filosofía del Derecho que “un sistema jurídico no merece automáticamente el respeto que podríamos otorgarle con nuestra obediencia; el derecho debe ganarse ese respeto”.
Milani es, en nuestra bibliografía sobre estos temas, un punto de referencia menor, no lo suficientemente valorado. Aparece, sin embargo, como todo un clásico, numerosas veces empleado, de la Educación para la Paz. Al menos de las corrientes que otorgan un carácter preferencial a una de sus dimensiones, la educación para el conflicto, y consideran a este algo consustancial a la vida y, por tanto, a la propia educación.
Conflicto que, más allá (o incluso frente) a las nociones que lo consideran algo intrínsecamente malo y desagradable, aliado de la violencia y contrario a la paz (ya sea esta la paz social, la paz política,... la paz escolar); es entendido como un proceso natural, inevitable, sin el cual es casi imposible explicar procesos como los de cambios sociales o los de creación y desarrollo de relaciones interpersonales.
Conflicto, pues, que no se entiende como algo siempre negativo y frente al cual no cabe ni la tentación ni la tentativa de eliminarlo, sino las de regularlo, encauzarlo o resolverlo. Lo que está en cuestión, desde esta perspectiva, es el conjunto de medios y estrategias para la resolución pacífica y constructiva del mismo. O dicho de otra manera, lo que determina que el conflicto sea un factor positivo o negativo en las relaciones personales y grupales, en el desenvolvimiento de las comunidades, es la manera de regularlo.
            De ahí que esa Educación para la Paz que se mentaba (y vale para la educación para la tolerancia, la coeducación, la atención a la diversidad,... tan necesitadas a veces de interdisciplinariedad) sea una educación para no estar en paz, una educación empeñada en hacer aflorar los conflictos e incluso en generarlos. Una educación que entiende que la violencia es en sí negación del conflicto, silenciamiento, ocultación,... Una educación que entiende que buscar otras formas de vivir el conflicto es ensayar soluciones a las expresiones de violencia.
Violencia (como antes conflicto) entendida no en su versión más restringida, directa, sinónima casi excluyente de la agresividad, del maltrato físico (que también); sino en sentido amplio, con expresiones indirectas y estructurales. De la misma manera que la paz no se entiende sin más como ausencia de guerra, como situación opuesta a las formas bélicas de enfrentarse a conflictos.
El concepto de paz,  desde la perspectiva que se maneja, afecta a todas las dimensiones de la vida, hace referencia a una estructura social caracterizada por elevados grados de justicia y expresiones mínimas de violencia (Galtung); y exige tanto igualdad y reciprocidad en las relaciones, como espacios para la participación y la toma de decisiones. La paz, en definitiva, es tensión. No puede hablarse de paz, en este sentido, si las relaciones entre personas o grupos se caracterizan por el dominio, la falta de respeto, la desigualdad, la ausencia de reciprocidad,... Aunque los conflictos vinculados a estas situaciones permanezcan soterrados, apenas perceptibles.

Educación, diversidad, desobediencia (2)



            Educar para la desobediencia...

Se sobreentiende, por lo dicho hasta ahora, que la educación para el conflicto, la educación para no estar en paz, enlace directamente con la crítica al conformismo, a la indiferencia, en cuanto que renuncia al conflicto. De ahí que no pueda dejar de “poner en cuestión la trama del conformismo, complicidad, obediencia, pasividad que asocian los individuos y los grupos a los aspectos más deletéreos y violentos de la sociedad en la que vivimos (ejército, cárceles, consumismo, monopolio informativo, destrucción del medio,...), aprendiendo una confrontación crítica a través de la cual se valoriza la capacidad creativa de soñar y realizar alternativas humanizantes” (Novara 1989, p. 38). Y de ahí, también, que la participación, la autonomía, el disenso, la crítica, la rebeldía, la desobediencia; sean contenidos básicos de esta manera de adentrarse en el enseñar[1].
Para referirse a todo ello se ha hecho un hueco, y al menos en determinados contextos se emplea con cierta asiduidad,  el uso de la acepción ‘Educación para la desobediencia’.
A efectos de este teclear, interesa poco si esta ‘nueva educación sectorial’ (con perdón) es una expresión o manifestación de la Educación para la Paz o de la Educación para el Conflicto,  si es un componente común a estos dos y a los demás cajones de sastre que por estos lares vienen en llamarse transversales, si es una variante autónoma que sumar a ellas,...
Lo que interesa de ella es que plantea la necesidad de incluir en la práctica educativa modelos, herramientas, argumentos, conocimientos,... que inciten a decir no a determinadas situaciones personales y sociales. Decir no, sin ir más lejos, a la desigualdad, a la discriminación por causa del distinto color de piel, de pelo, de ojos,... por el tamaño de la nariz o de los labios; por tener dificultad para un desenvolvimiento motriz autónomo, por no poder subir unas escaleras, por hablar otra lengua o no poder hablar ninguna; por padecer una enfermedad; por besar, acariciar, querer, amar de otras formas;... Decir no, en fin, a cuanto hace que el viejo lema de ‘igualdad para vivir, diversidad para convivir’ siga siendo –aún- una reivindicación pendiente.
            Este educar para decir no, para la rebeldía, supone como es obvio la crítica abierta y frontal a la educación autoritaria fundada en la obediencia del alumno. Pero también, y con igual contundencia, la crítica a una educación que, formalmente no tan autoritaria, tampoco conlleva –por omisión voluntaria o involuntaria, esa es otra- el desarrollo de la autonomía crítica, ni facilita la participación, relegando estos y otros aspectos, en el mejor de los casos, a los textos normativos (sean estos leyes o estatutos).
No son pocos los autores y autoras –se puede aquí citar a Freinet, a Montessori, a Capitini, a Dolci, a Fromm, a Sémelin, a Milgram,...- que, desde diversas perspectivas y disciplinas, plantean que una educación sustentada (entre otras) sobre la pata de la obediencia a la autoridad (paterna, maestra, religiosa, militar, estatal,...) es una de las vías por las que se llega a los estados de pasividad y conformismo. Por tanto al inmovilismo. Y por tanto al mantenimiento de las situaciones de injusticia que puedan darse. Por que en última instancia lo que hace posibles la injusticia no son tanto las normas injustas, las relaciones injustas, como la obediencia a esas normas o el beneplácito a esas relaciones.
La escuela como maquinaria es una viñeta recurrente en la obra gráfica de Tonucci. Una maquinaria –no es la única y esta por ver que sea ya la más importante- de conformación de mentalidades sumisas, de conciencias uniformes y autoplacenteras,...
La obediencia, recogiendo de nuevo las palabras de Milani, ya no es una virtud, a menos que sea fruto de la razón, la autonomía, el acuerdo,... en cuyo caso se difuminan los perfiles más negativos del propio concepto de obediencia. Esos perfiles que la enlazan no tanto con una pobre concepción del respeto, sino con la preparación de las personas para ser sumisas ante la fatalidad de las cosas. La obediencia ciega, que no admite razón y justicia, es la negación misma de la enseñanza moral (Freinet). Más claro: formar personas es todo lo contrario que formar autómatas, que formar esclavos.
La desobediencia entonces es, entre otras cosas, un acto de afirmación como persona, un acto de vindicación de la identidad y de la autodeterminación personal. Es, además, una condición de libertad. Esta y la desobediencia –justa y proporcionada, puede añadirse- son inseparables. Poder desobedecer es, pues, oponerse a la alienación y a la programación; es recuperarse, afirmarse, poseerse,...  en definitiva, ser libre. O al menos un poco más libre.


[1] Una manera en la que, por qué no, tiene cabida incluso la insolencia. Insolencia que ha de entenderse no tanto como sinónimo de falta de respeto, sino como desafío a las costumbres, a lo normal, a lo establecido,... como un salirse de las normas que “las gentes virtuosas apenas soportan, ya que en ella (en la insolencia) ven como una sospecha de lo que son, una fisura en lo que quieren aparentar”. (Meyer 1996, p. 7)

Educación, diversidad, desobediencia (3)



            ... y educar sobre la desobediencia

            Pero que la obediencia ya no sea una virtud en la que poder escudarse para no tener que dar cuenta de las acciones o las omisiones, no significa que toda desobediencia sea virtuosa; que toda desobediencia sea ética, política o jurídicamente justificable (e incluso protegible).
Por ello no basta con afirmar que la desobediencia puede ser un instrumento legítimo de participación ciudadana y un espejo en el que se refleja la insuficiencia de los cauces instituidos para dicha participación. No basta con afirmar que las normas, los problemas, necesitan una ayuda que se puede prestar desde la disidencia. No basta con afirmar que es un elemento que permite el desarrollo de una cultura colectiva de la implicación y una profundización democrática de la sociedad[1].
La enseñanza para la desobediencia también debe ser una enseñanza sobre la desobediencia. De cara a que las personas sean capaces encontrar fórmulas adecuadas para, llegado el caso, rechazar los papeles asignados. De cara a que la cultura general ofrezca herramientas y modelos apropiados de y para la desobediencia.
Una enseñanza, por tanto, que permita conocer la amplia gama de ilegalismos (desobediencia revolucionaria, derecho de resistencia, disidencias varias, coerción violenta o no violenta, objeción de conciencia, desobediencia civil,...) que pueden caer bajo el paraguas de un concepto como el de desobediencia política[2].
Y una enseñanza, retomando el hilo, que permita manejar criterios para adecuar una actitud desobediente a cada conflicto y cada contexto concreto. Criterios que permitan discernir los límites  que, en cada caso, determinan la siempre difícil frontera entre lo justificable y los injustificable. Criterios, en fin, que permitan a las personas desobedientes, en cuanto que actores y actrices de un acto que debe sostenerse públicamente, afirmando la responsabilidad sobre el mismo; realizar una adecuada ponderación entre los derechos ejercidos, el daño que se pudiera causar, los bienes jurídicos lesionados, la irreversibilidad o reversibilidad de la norma o situación impugnada, las razones esgrimidas, la proporcionalidad del acto, los medios empleados,...


[1] Una sociedad en la que “el elemento representativo del sistema ha socavado insidiosamente el elemento de participación, por cuanto votar ahora y más adelante parece haberse convertido en el único objetivo y finalidad de nuestra democracia” (Porrit 1984, p. 166).
[2] Un concepto que se trae aquí por usual, en la medida en que es la cara de una moneda que en el anverso tiene el aún más usual concepto de obediencia política. Pero un concepto que no deja de ser problemático,  por cuanto no esta nada claro que sea adecuado dar por equivalentes o sinónimas nociones en juego como ‘deber moral’, ‘obligación de obediencia al derecho’ u ‘obligación política’.

Educación, diversidad, desobediencia (4)



                    Un ejemplo: la desobediencia civil

            La tarea no es fácil. Una definición tipo de una de las posibles manifestaciones de la desobediencia, la desobediencia civil, permite dar cuenta de esa dificultad.
En un compendio de las definiciones más conocidas, cabe referirse a este peculiar ilegalismo como “una forma de intervención legítima en los estado democráticos, que toma cuerpo en forma de acto voluntario, intencional, premeditado, consciente, público, colectivo, no violento,... que tiene como pretensión y/o resultado la violación de una ley, disposición gubernativa u orden de la autoridad, cuya validez jurídica puede ser firme o dudosa, pero que en cualquier caso es considerada inmoral, injusta o ilegítima por quienes practican semejante desobediencia transgresora. Una desobediencia que busca un beneficio para la colectividad, no un beneficio exclusivo para quien la practica, y que es tanto una apelación a la capacidad de razonar y al sentido de justicia de esa colectividad, como un acto que busca ocasionar un cambio en la legislación o en las políticas aplicadas”.
Obviamente no es una definición completa y, mucho menos, definitiva. Quedan fuera de esta definición no pocos aspectos de este fenómeno, y tanto sobre los que han sido reseñados como sobre los que han quedado en el tintero cabe discusión, y mucha.
Así, rompiendo algunas consideraciones clásicas en esta materia, hay bastantes pensadores que consideran que el incumplimiento público (se entiende que justificable) de una ley, disposición gubernamental u orden de la autoridad por motivos políticos o morales, no tiene por qué ser ilegal, fiel a los fundamentos constitucionales, dar la bienvenida al castigo o expresarse de forma no violenta.