Desde
que el pasado 26 de Julio Juana Rivas decidiera incumplir la orden de
entregar a sus hijos a su ex-pareja, desobedeciendo sendas sentencias
firmes; se han repetido los debates en medios de comunicación y foros telemáticos sobre si dicha decisión podía calificarse de
“desobediencia civil”.
En realidad ese debate debería plantearse a dos niveles. Uno, si la desobediencia de Juana Rivas merece ese calificativo. Dos, si la campaña de solidaridad surgida dentro y fuera de las redes es un caso de este peculiar ilícito.
En realidad ese debate debería plantearse a dos niveles. Uno, si la desobediencia de Juana Rivas merece ese calificativo. Dos, si la campaña de solidaridad surgida dentro y fuera de las redes es un caso de este peculiar ilícito.
Con
el segundo de los ámbitos no hay mucho problema. Quienes han ayudado
a Juana Rivas a permanecer en paradero desconocido este tiempo; han
ejercico un caso de desobediencia civil. Por lo que hace a la
solidaridad general, es verdad que no se expresa con una vulneración
jurídica de mucha relevancia penal, la autoinculpación colectiva de
apoyo efectivo a una persona escondida (otra cosa es que se hubiera
llegado a un caso práctico de obstrucción a la acción jurídica).
Pero no es menos verdad que es una muestra de solidaridad e
insolencia, que retoma esquemas de anteriores dinámicas de
autoinculpación (aborto, insumisión, eutanasia), que sitúa el caso
de Juana Rivas en la esfera pública y que casa a la perfección con
las definiciones tipo diccionario de el ilegalismo a que nos
referimos.
Definiciones
que suelen decir de esta transgresión que es“una forma de
intervención socio-política legítima en los estados democráticos,
que toma cuerpo en forma de acto voluntario, intencional,
premeditado, consciente, público, colectivo, no violento; que tiene
como pretensión y/o resultado la violación de una ley, disposición
gubernativa u orden de la autoridad, cuya validez jurídica puede ser
firme o dudosa, pero que, en cualquier caso, es considerada inmoral,
injusta o ilegítima por quienes practican semejante desobediencia
transgresora. Una desobediencia que busca un bien para la
colectividad y que es tanto una apelación a la capacidad de razonar
y al sentido de justicia de esa colectividad como un acto ‘simbólico’
que busca ocasionar un cambio en la legislación o en los programas
de gobierno”.
Quienes
afirman que la desobediencia de Juana Rivas no encaja en este tipo de
definiciones olvidan (intencionadamente o no, esa es otra) un par
cosas: En primer lugar que la desobediencia civil se ha definido
siempre tanto en la teoría como en la práctica y que estamos ante
situaciones y procesos complejos y plurales que no se dejan acotar en
una simple foto fija. En segundo lugar, que ese cúmulo incompleto de
características que acabo de recitar, casi de memoria, en semejante
definición, exige muchos matices; salvo que se quiera realizar una
reflexión vacía alejada del devenir urgente de lo cotidiano.
Por
lo demás incurren en una trampa argumentativa, utilizando una suerte
de perversa inversión lógica, que les lleva a concluir que si la
desobediencia no lleva el adjetivo de “civil” es, directamente,
injustificable; cuando en realidad la desobediencia civil no otorga
justificación por el nombre, sino que precisa ser justificada a
través de una adecuada ponderación de normas vulneradas, derechos
afectados, derechos esgrimidos, proporcionalidad de la protesta, etc.
De ahí que se diga de ella que es un acto responsable.
El
caso analizado es un claro ejemplo de conflicto entre Ley y Justicia
que Juana Rivas ha afrontado a través de la desobediencia. Y es, en
primer lugar, una desobediencia justificable. Y sí, puede
catalogarse de desobediencia civil.
Hay
quien considera que es un mero intento de sustraerse a la acción de
la administración de justicia; pero en realidad es un acto de
defensa sus hijos y de sus propios derechos. Y el hecho de que, en su
desarrollo, sea un gesto individual; en nada quita para caracterizar
esa desobediencia de civil. Basta pensar en H.D. Thoreau o Rosa
Parks.
No
obstante lo importante a estos efectos es percatarse de lo que,
indirectamente, ha logrado Juana Rivas: Convertir su situación en un
espejo para la conciencia (individual y colectiva) y volver a llamar
la atención sobre la perniciosa tendencia a considerar sinónimas
legalidad, moralidad y justicia.
Lo
importante y preocupante no es cómo calificar la desobediencia de
Juana Rivas, sino la persistencia entre la ciudadanía de ideas como
“la ley está para obedecerla”, “la ley es igual para todos”,
etc. Hace tiempo que, por mera salud democrática, deberíamos tener
asumido que el Derecho, incluso el contruído en sociedades que se
autodefinen democrática, no tiene que ser acrítica y sumisamente
obedecido per sé; si no que debe ganarse esa forma de respeto que es
la obediencia. Y en este caso no lo ha hecho.
No hay comentarios:
Publicar un comentario