La
vieja casa hacía frontera justo allí donde la ciudad se hacía
pueblo, más que barrio. Las flores que inundaban los balcones
aportaban el colorido que la fachada no tenía. La escalera oscura y
húmeda delataba cualquier visita. El suelo, de azulejo descolorido,
sólo era de madera en el estudio del abuelo. Una impresionante
biblioteca rodeaba una imponente mesa. En un rincón, un pequeño
mueble guardaba un tesoro bajo llave. Con el tiempo supe de la
botella de brandy y la copa, allí honradas, que acompañaban las
lecturas solitarias o las tertulias animadas. Sólo con el tiempo.
Tras el eco de las bombas. Cuando la casa ya no existía y no había
nada que celebrar.
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