domingo, 8 de enero de 2012

Asumir el dolor para vislumbrar la felicidad.

Yo sé lo que es estar atado veinticuatro horas a una silla, orinarse encima, aguantar bofetones hasta que las lágrimas cuajan, quemarse las axilas por el roce de la cuerda,

Yo sé lo que es recibir golpes con toallas mojadas en la espalda, en los riñones, en los tobillos,... escuchando una y otra vez “este no va a volver a correr”.

Yo sé lo que es perder el conocimiento sobre un charco de tu propio pis y tu propia sangre, arrinconado, sin protección posible.

También sé lo que es estar encerrado, día tras día, sin más luz que la que permite la ranura de la puerta.

Y al revés, sé lo que es perder la noción del tiempo bajo una intensa y permanente luz blanca.

Y conozco esa otra forma de sufrir que deriva del “si, pero no”: Permiso concedido – permiso denegado. Libertad concedida – libertad denegada.

Por no hablar de cuando la amenaza se cierne sobre terceros... De cuando el dolor se proyecta sobre seres queridos.



Sé, igualmente, lo que es padecer enfermedades incurables, vivir con la amenaza constante de dejar de vivir; calculando el tiempo...

Y lo que es infinitamente peor, sé lo que es ver morir a quien quieres...



Pero, quizá por que ha pasado el tiempo, o a saber por qué, nada de eso se parece a esta tortura. Una tortura para la que no encuentro palabras. Una tortura que sólo es imaginable para quien la ha padecido.



Quizá tenían razón los clásicos cuando afirmaban que el amor entre un mortal y una divinidad es imposible...

Pero, ¡ay!, soy de la extirpe de Prometeo. Descendiente directo de la insolencia. Y me niego a aceptarlo...

Y prefiero el eterno castigo, la permanente tortura, el desgarramiento absoluto,...

Asumir el dolor para vislumbrar la felicidad.

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