miércoles, 16 de abril de 2008

La ciudad como museo.

La ciudad como museo:
arquitectura y enseñanza de la filosofía

Que el entorno inmediato es educativo, es algo hace tiempo asumido. La calle, el barrio, el pueblo, la urbe, el parque, la margen del río, la orilla del mar, la montaña recortando el horizonte… son fuentes de educación y lugares para esta. De ahí que afirmar, para empezar, que la ciudad es educativa per se; no es decir nada nuevo.
El día a día de la planificación urbana, de las actividades culturales y deportivas, de los problemas medioambientales o de salud, del transporte, la movilidad o la accesibilidad, de las cuestiones económicas o presupuestarias, de la seguridad, del ocio,… incluye, genera y permite, directa o indirectamente, diversas formas de educación de la ciudadanía.
Y no es sólo que, grande o pequeña, la ciudad disponga hoy de numerosas posibilidades educadoras, desde los centros de enseñanza formal y reglada a los Departamentos de Educación y Acción Cultural (DEAC) de los Museos, pasando por las tareas educativas desarrolladas por las distintas áreas de los gobiernos locales o un buen número de iniciativas provenientes, bien de la empresa privada, bien de la población organizada.
La ciudad es educativa desde las esquinas, incluso cuando perdura el olor a orín o vómito, a los jardines, pese a que las papeleras parezcan a veces un adorno superfluo; desde un río que pueda atravesarla, aunque se lo mire con indiferencia e incluso rehuya, hasta ese mar que de un tiempo a esta parte las localidades con puerto vuelven a recuperar para la vista; desde el atasco y las obras por definición interminables, al incatalogable universo de miradas y expresiones que habitan las paradas de autobús o los vagones de tren; desde el jolgorio de la fiesta a la rebeldía de la manifestación; desde las losas levantadas, los baches o las farolas rotas, hasta a los luminosos escaparates, los focos que alumbran y deslumbran algunos rincones significativos o las luces de Navidad; desde la jeringuilla abandonada, las monedas sobre la funda de una guitarra o los clinex ofrecidos en el semáforo, a los trajes y peinados de nochevieja, los bambos con cámara de despresurización y bombona de oxígeno o los churros con resaca de los viernes por la mañana; desde el vestigio urbano del pasado a la relumbrante firma del presente inscrita sobre nuevos iconos de futuros pretéritos; desde la contraportada de un periódico gratuito tirado a la puerta de una gran superficie comercial, a la amigable discusión en la barra de un bar o el saludo en un viejo colmado en cuyo letrero se dan la mano la escritura cúfica y el alfabeto romano.
Pero que la ciudad sea educativa por todos sus costales; que nos formemos y aprendamos conforme vivimos en ella; que nos brinde un sin fin de posibilidades pedagógicas y didácticas; no significa que la ciudad sea educadora. Ambas cuestiones están más que íntimamente relacionadas, sí; pero no son sinónimas. Una y otra dejan claro que la educación comprende muchos más parámetros y agentes de los que habitualmente suelen reconocerse (familia, escuela) y que implica a toda la sociedad, no sólo a una parte de esta delimitada en función de la edad. Pero si la una es una realidad que se impone, la otra se constituye en conjunto de proyectos. Si una se asienta sobre una relación habitante-hábitat hasta cierto punto pasiva, seguidista o cuando menos adaptativa, aún cuando puedan reconocerse resistencias diversas; la segunda tiene un carácter activo, claramente intencional, autoconsciente.

Continúa...

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