Si hubo un tiempo en que la obediencia a las normas dejó de ser una virtud, y esta por ver si de verdad lo hubo, hoy los vientos soplan en sentido contrario, afianzando la idea de que lo democrático, lo ético, lo bueno, lo justo,… es obedecer las leyes que emanan de los parlamentos y que sancionan –llegado el caso- los tribunales competentes.
Sin embargo que lo legal, lo ético y lo democrático sean adjetivos con los que se pueda calificar a una misma cosa no significa que sean palabras o conceptos sinónimos, equiparables al cien por cien o intercambiables entre sí en cualquier situación.
Una ley puede ajustarse a los procedimientos vigentes para su gestación y, sin embargo, ser manifiestamente injusta. El proceso para su promulgación puede seguir al pie de la letra los mecanismos estipulados y, pese a todo, vulnerar elementales principios democráticos. Y lo mismo cabe decir de normas que no tienen rango de ley o de otras disposiciones u ordenes de la autoridad (edictos, autos, etc).
Por eso, en la medida en que las instancias, organismos, herramientas o espacios para enmendar a los poderes responsables de esos desajustes entre ley y justicia no están a mano de la ciudadanía de a pie, o no son suficientes, o son ineficaces, o simplemente no existen; se abre un resquicio para la desobediencia justificable.
Por que la obediencia, en esos casos, no es una virtud, sino –en palabras de Lorenzo Milani- la peor de las tentaciones. Una tentación que, además, nos hace co-responsables de la injusticia en cuestión.
A una de las formas en que esa desobediencia se encarna se la califica de “Civil”, para recalcar fundamentalmente su carácter ciudadano y democrático. Su justificación, en cualquier caso, no viene dada de antemano. Cada supuesto concreto exige una tarea de ponderación en que se analicen y sopesen los bienes jurídicos que hayan podido lesionarse, el grado de incidencia sobre los derechos de terceros, los derechos esgrimidos e incluso ejercidos por quienes desobedecen, la irreversibilidad de la incidencia o los daños de la norma impugnada, las formas y medios en que la desobediencia se exprese (colectiva, pública, no violenta,…), etc.
Pero esa justificación, ética, política e incluso jurídicamente hablando, es posible. Y la desobediencia es, en ocasiones, una virtud; no sólo se ve así misma como legítima y demanda tolerancia, sino que es la más democrática y justa de las opciones y las actitudes.
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