miércoles, 19 de febrero de 2014

Educación, diversidad, desobediencia (5)



            Pensar la violencia

            Interesa detenerse sobre la cuestión de la violencia, para ilustrar lo complejo de esta búsqueda de criterios de validez o justificación de las desobediencias. A primera vista parece una frontera clara, tajante, entre lo que puede y no puede ser aceptado por una sociedad democrática.  Pero –y no contradice las consideraciones hechas unas hojas antes- son las formas que la violencia adopta, el modo en que es empleada, la manera en que se justifica ese uso; y no meramente su presencia, lo que marca las diferencias.
Es fácil convenir que existe una diferencia abismal entre encadenarse a un árbol que va a ser talado, o instalarse en su copa, y poner grandes clavos en el árbol para que al chocar la sierra con ellos se rompa y salten afilados trozos de metal alrededor, dañando al operario. Pero también existe una notable diferencia entre este segundo caso y la irrupción en un laboratorio, dañando la propiedad, para liberar animales. O entre arrancar plantas transgénicas, incendiar una plantación o envenenar aleatoriamente pastelillos que tienen algún ingrediente obtenido mediante modificación genética.
Manejando un concepto amplio de violencia, es difícil pensar en un acto ilegal que no conlleve cierta dosis de esta. Al menos por el encontronazo que puede haber entre la libertad de acción de los y las desobedientes y los derechos de terceras personas. La denuncia genérica, sin graduación, contextualización y ponderación alguna, sirve en este caso de bien poco. Incluso en la reflexión ética, que como recuerda Muguerza no puede justificar ninguna clase de violencia, se ha de tener cuidado a la hora de condenarla si no se quiere incurrir en el fariseísmo.
No es fácil condenar la violencia, siguiendo con el argumento de este filósofo, si a quienes la ejercen les ha sido negada la ocasión de dialogar; una negativa que es, al fin, la negación de su condición de fines en sí y, por ello, de su condición de sujetos morales.  No cabe entonces consideración ética de sus actos. Su violencia podrá ser condenada desde otras perspectivas, pero no desde una ética consecuente.
La pregunta es obligada ¿Son los discapacitados físicos, sensoriales y mentales; las personas mayores, los niños y niñas; los y las inmigrantes; los y las drogodependientes; las personas enfermas;... consideradas fines en sí mismas?
Más útil, pues, es estudiar las diversas expresiones de violencia conscientes de que la distinción que nos sirve de algo no es entre la presencia de medios físicamente violentos y medios no violentos de desobedecer, sino entre tácticas que consiguen  sus objetivos forzando a la otra parte del conflicto a detener su actitud (esto es, coacción) y tácticas que mediante el cambio de la opinión pública (esto es, la persuasión).
Es cierto que la validez de los actos ilegales, su calidad moral, se oscurece y disminuye cuanto más y más gravemente se afecten los derechos fundamentales de las personas y los colectivos. Pero la cuestión no es meramente cuantitativa sino cualitativa. Importa y mucho como acontece esa confrontación.
Las cartas bomba no son menos justificables que la rotura de los escaparates de una peletería sólo por el hecho de que herir o matar a una persona sea más grave que causar daños en la propiedad privada (que también). Son también menos justificables (y no quiere decir que lo sean algo) por que lejos de estar orientadas a que la mayoría escuche los argumentos de la disidencia, están orientadas a aumentar el coste  que supone llevar a cabo determinadas políticas, medidas, etc.
Lo que se pretende entresacar de toda esta diatriba –además de ilustrar la complejidad y amplitud del tema- es que, en primer lugar, el derecho a la desobediencia, como cualquier derecho, fundamental o derivado, no es un derecho ilimitado. Su práctica encuentra en los derechos de terceras personas una frontera, permeable en ocasiones, pero que debiera estar siempre en la mente de quien desobedece. Camus afirmaba de los populistas rusos de finales del XIX (a los que llama asesinos delicados) que el mayor homenaje que cabía rendirles era decir que hoy no podríamos hacerles una sola pregunta que no se hubieran planteado ellos y a la que no hubieran respondido en parte con su vida o con su muerte. La duda es algo que no puede ser ajeno a la actitud desobediente. Todo lo contrario.
Y en segundo lugar, que a diferencia de determinados actos (terroristas, algunas modalidades de desobediencia revolucionaria,...) dirigidos contra el enemigo, que no implican ni requieren  necesariamente el apoyo de terceros; la desobediencia por la que se aboga ha de tomar en consideración la opinión pública. Y debe ser, por tanto, algo público. Por que una elección de este tipo, cuando es un acto adulto, democrático, reclama siempre responsabilidad. De ahí que desde la disidencia se deba sostener lo elegido.

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