Pensar la violencia
Interesa
detenerse sobre la cuestión de la violencia, para ilustrar lo complejo de esta
búsqueda de criterios de validez o justificación de las desobediencias. A
primera vista parece una frontera clara, tajante, entre lo que puede y no puede
ser aceptado por una sociedad democrática.
Pero –y no contradice las consideraciones hechas unas hojas antes- son
las formas que la violencia adopta, el modo en que es empleada, la manera en
que se justifica ese uso; y no meramente su presencia, lo que marca las
diferencias.
Es fácil convenir que existe una diferencia
abismal entre encadenarse a un árbol que va a ser talado, o instalarse en su
copa, y poner grandes clavos en el árbol para que al chocar la sierra con ellos
se rompa y salten afilados trozos de metal alrededor, dañando al operario. Pero
también existe una notable diferencia entre este segundo caso y la irrupción en
un laboratorio, dañando la propiedad, para liberar animales. O entre arrancar
plantas transgénicas, incendiar una plantación o envenenar aleatoriamente
pastelillos que tienen algún ingrediente obtenido mediante modificación
genética.
Manejando un concepto amplio de violencia, es
difícil pensar en un acto ilegal que no conlleve cierta dosis de esta. Al menos
por el encontronazo que puede haber entre la libertad de acción de los y las
desobedientes y los derechos de terceras personas. La denuncia genérica, sin
graduación, contextualización y ponderación alguna, sirve en este caso de bien
poco. Incluso en la reflexión ética, que como recuerda Muguerza no puede
justificar ninguna clase de violencia, se ha de tener cuidado a la hora de
condenarla si no se quiere incurrir en el fariseísmo.
No es fácil condenar la violencia, siguiendo
con el argumento de este filósofo, si a quienes la ejercen les ha sido negada
la ocasión de dialogar; una negativa que es, al fin, la negación de su
condición de fines en sí y, por ello, de su condición de sujetos morales. No cabe entonces consideración ética de sus
actos. Su violencia podrá ser condenada desde otras perspectivas, pero no desde
una ética consecuente.
La pregunta es obligada ¿Son los discapacitados
físicos, sensoriales y mentales; las personas mayores, los niños y niñas; los y
las inmigrantes; los y las drogodependientes; las personas enfermas;...
consideradas fines en sí mismas?
Más útil, pues, es estudiar las
diversas expresiones de violencia conscientes de que la distinción que nos
sirve de algo no es entre la presencia de medios físicamente violentos y medios
no violentos de desobedecer, sino entre tácticas que consiguen sus objetivos forzando a la otra parte del
conflicto a detener su actitud (esto es, coacción) y tácticas que mediante el
cambio de la opinión pública (esto es, la persuasión).
Es cierto que la validez de los actos ilegales,
su calidad moral, se oscurece y disminuye cuanto más y más gravemente se
afecten los derechos fundamentales de las personas y los colectivos. Pero la
cuestión no es meramente cuantitativa sino cualitativa. Importa y mucho como
acontece esa confrontación.
Las cartas bomba no son menos justificables que
la rotura de los escaparates de una peletería sólo por el hecho de que herir o
matar a una persona sea más grave que causar daños en la propiedad privada (que
también). Son también menos justificables (y no quiere decir que lo sean algo)
por que lejos de estar orientadas a que la mayoría escuche los argumentos de la
disidencia, están orientadas a aumentar el coste que supone llevar a cabo determinadas
políticas, medidas, etc.
Lo que se pretende entresacar de
toda esta diatriba –además de ilustrar la complejidad y amplitud del tema- es
que, en primer lugar, el derecho a la desobediencia, como cualquier derecho,
fundamental o derivado, no es un derecho ilimitado. Su práctica encuentra en
los derechos de terceras personas una frontera, permeable en ocasiones, pero
que debiera estar siempre en la mente de quien desobedece. Camus afirmaba de
los populistas rusos de finales del XIX (a los que llama asesinos delicados)
que el mayor homenaje que cabía rendirles era decir que hoy no podríamos
hacerles una sola pregunta que no se hubieran planteado ellos y a la que no
hubieran respondido en parte con su vida o con su muerte. La duda es algo que
no puede ser ajeno a la actitud desobediente. Todo lo contrario.
Y en segundo lugar, que a diferencia de
determinados actos (terroristas, algunas modalidades de desobediencia
revolucionaria,...) dirigidos contra el enemigo, que no implican ni
requieren necesariamente el apoyo de
terceros; la desobediencia por la que se aboga ha de tomar en consideración la
opinión pública. Y debe ser, por tanto, algo público. Por que una elección de
este tipo, cuando es un acto adulto, democrático, reclama siempre
responsabilidad. De ahí que desde la disidencia se deba sostener lo elegido.
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