miércoles, 19 de febrero de 2014

Educación, diversidad, desobediencia (2)



            Educar para la desobediencia...

Se sobreentiende, por lo dicho hasta ahora, que la educación para el conflicto, la educación para no estar en paz, enlace directamente con la crítica al conformismo, a la indiferencia, en cuanto que renuncia al conflicto. De ahí que no pueda dejar de “poner en cuestión la trama del conformismo, complicidad, obediencia, pasividad que asocian los individuos y los grupos a los aspectos más deletéreos y violentos de la sociedad en la que vivimos (ejército, cárceles, consumismo, monopolio informativo, destrucción del medio,...), aprendiendo una confrontación crítica a través de la cual se valoriza la capacidad creativa de soñar y realizar alternativas humanizantes” (Novara 1989, p. 38). Y de ahí, también, que la participación, la autonomía, el disenso, la crítica, la rebeldía, la desobediencia; sean contenidos básicos de esta manera de adentrarse en el enseñar[1].
Para referirse a todo ello se ha hecho un hueco, y al menos en determinados contextos se emplea con cierta asiduidad,  el uso de la acepción ‘Educación para la desobediencia’.
A efectos de este teclear, interesa poco si esta ‘nueva educación sectorial’ (con perdón) es una expresión o manifestación de la Educación para la Paz o de la Educación para el Conflicto,  si es un componente común a estos dos y a los demás cajones de sastre que por estos lares vienen en llamarse transversales, si es una variante autónoma que sumar a ellas,...
Lo que interesa de ella es que plantea la necesidad de incluir en la práctica educativa modelos, herramientas, argumentos, conocimientos,... que inciten a decir no a determinadas situaciones personales y sociales. Decir no, sin ir más lejos, a la desigualdad, a la discriminación por causa del distinto color de piel, de pelo, de ojos,... por el tamaño de la nariz o de los labios; por tener dificultad para un desenvolvimiento motriz autónomo, por no poder subir unas escaleras, por hablar otra lengua o no poder hablar ninguna; por padecer una enfermedad; por besar, acariciar, querer, amar de otras formas;... Decir no, en fin, a cuanto hace que el viejo lema de ‘igualdad para vivir, diversidad para convivir’ siga siendo –aún- una reivindicación pendiente.
            Este educar para decir no, para la rebeldía, supone como es obvio la crítica abierta y frontal a la educación autoritaria fundada en la obediencia del alumno. Pero también, y con igual contundencia, la crítica a una educación que, formalmente no tan autoritaria, tampoco conlleva –por omisión voluntaria o involuntaria, esa es otra- el desarrollo de la autonomía crítica, ni facilita la participación, relegando estos y otros aspectos, en el mejor de los casos, a los textos normativos (sean estos leyes o estatutos).
No son pocos los autores y autoras –se puede aquí citar a Freinet, a Montessori, a Capitini, a Dolci, a Fromm, a Sémelin, a Milgram,...- que, desde diversas perspectivas y disciplinas, plantean que una educación sustentada (entre otras) sobre la pata de la obediencia a la autoridad (paterna, maestra, religiosa, militar, estatal,...) es una de las vías por las que se llega a los estados de pasividad y conformismo. Por tanto al inmovilismo. Y por tanto al mantenimiento de las situaciones de injusticia que puedan darse. Por que en última instancia lo que hace posibles la injusticia no son tanto las normas injustas, las relaciones injustas, como la obediencia a esas normas o el beneplácito a esas relaciones.
La escuela como maquinaria es una viñeta recurrente en la obra gráfica de Tonucci. Una maquinaria –no es la única y esta por ver que sea ya la más importante- de conformación de mentalidades sumisas, de conciencias uniformes y autoplacenteras,...
La obediencia, recogiendo de nuevo las palabras de Milani, ya no es una virtud, a menos que sea fruto de la razón, la autonomía, el acuerdo,... en cuyo caso se difuminan los perfiles más negativos del propio concepto de obediencia. Esos perfiles que la enlazan no tanto con una pobre concepción del respeto, sino con la preparación de las personas para ser sumisas ante la fatalidad de las cosas. La obediencia ciega, que no admite razón y justicia, es la negación misma de la enseñanza moral (Freinet). Más claro: formar personas es todo lo contrario que formar autómatas, que formar esclavos.
La desobediencia entonces es, entre otras cosas, un acto de afirmación como persona, un acto de vindicación de la identidad y de la autodeterminación personal. Es, además, una condición de libertad. Esta y la desobediencia –justa y proporcionada, puede añadirse- son inseparables. Poder desobedecer es, pues, oponerse a la alienación y a la programación; es recuperarse, afirmarse, poseerse,...  en definitiva, ser libre. O al menos un poco más libre.


[1] Una manera en la que, por qué no, tiene cabida incluso la insolencia. Insolencia que ha de entenderse no tanto como sinónimo de falta de respeto, sino como desafío a las costumbres, a lo normal, a lo establecido,... como un salirse de las normas que “las gentes virtuosas apenas soportan, ya que en ella (en la insolencia) ven como una sospecha de lo que son, una fisura en lo que quieren aparentar”. (Meyer 1996, p. 7)

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